¡Por fin! Había lavado, secado y apilado en el armario de la cocina toda la vajilla. Cuando estaba guardando las sobras en la nevera, miré por la ventana y vi alejarse los autos de los últimos invitados que se retiraban de nuestro centro de voluntariado. Eran ya pasadas las once de la noche.
Cansada, llegué con dificultad a mi alcoba. Me quité las horquillas que me sujetaban el pelo y me dejé caer en la cama. Estaba tan extenuada que ni recordaba qué había que hacer a continuación.
Mi compañera de cuarto, que no estaba tan agotada como yo, me preguntó desde el otro extremo:
—¿Tuviste un día pesado?
Logré esbozar una sonrisa, que ella con cariño me devolvió. Sabía que me comprendía. La Navidad siempre es así en nuestro centro misionero. Por ser occidentales que vivimos en un país budista, donde la Navidad no deja de ser una curiosidad, la gente siempre insiste en que le mostremos cómo se debe celebrar. Eso representa una buena oportunidad de comunicar el amor de Dios, pero son semanas de planificación, de preparativos, de colgar cantidad de adornos, realizar innumerables visitas y actuaciones con los niños, cantar villancicos, narrar el nacimiento de Jesús, organizar la entrega de regalos a niños necesitados... y mil cosas más. Por lo general, disfruto de la actividad y el alboroto; pero después de acostarme tarde tantas noches seguidas y de trabajar en exceso durante el día, francamente estaba rendida.
—¡Ojalá no hubiera Navidad! —me quejé mientras buscaba entre mi ropa algo que ponerme para la función de los niños del día siguiente.
Mi compañera de cuarto arqueó las cejas al oír mi exabrupto, pero esperó unos segundos antes de responder:
—Eso sí que da que pensar. ¿Cómo sería si no hubiera Navidad?
Me encogí de hombros, confusa. El asunto no hizo mella en mí hasta más tarde, a solas en la sala de estar que iluminaban las lucecitas del árbol.
¿Y si no hubiera nacido Jesús? ¿Qué habría sido del mundo sin estrella, sin pastores, sin establo, sin visitas de ángeles ni sucesos extraordinarios? Una humilde muchacha de Nazaret habría tenido una existencia anodina. Los pastores habrían pasado aquella noche como otra cualquiera, vigilando sus rebaños, sin motivos para esperar una vida mejor, y habrían seguido privados de su Salvador, sin encontrarse con Dios y sin conocer Su amor. Los magos de Oriente habrían seguido escudriñando el cielo nocturno y maravillándose de la creación, pero sin conocer al Creador.
Habrían pasado los años, los siglos, las épocas, sin esperanza, sin alegrías. El 25 de diciembre habría llegado dos mil veces sin pena ni gloria, sin reuniones familiares, sin intercambio de regalos, sin reflexiones en silencio. Nadie extrañaría la Navidad, porque nadie tendría conciencia de lo que se estaría perdiendo.
Entonces llegaría el fin, ese tan temido y misterioso momento que tarde o temprano nos llega a todos. Sin expiación de pecados, sin garantía de perdón. De no haber nacido el Niño en un pesebre, no habría muerto en el Calvario para resucitar al tercer día. Nuestra vida estaría vacía, sería una lucha monótona; no tendríamos un Compañero inseparable que le diera sentido, un Salvador que nos librara de la muerte.
¿Qué pasaría si no hubiera Navidad?
De pronto noté que sonreía de nuevo. ¡Estábamos en Navidad! El árbol iluminado había cobrado vida ante mí. La estrella que lo coronaba relucía como un faro de esperanza. Los regalos cariñosamente envueltos se asomaban por detrás de los adornos. Las diminutas figuritas del nacimiento se hacían eco del jubiloso anuncio de los ángeles. Celebraban el mejor de los regalos: el amor de Dios encarnado en un Salvador. ¿Cómo podía desdeñar algo así?
Regresé al cuarto a paso alegre, con renovadas energías. Mañana celebraríamos de nuevo la Navidad. Estaba ilusionada.
Christina Andreassen es integrante de La Familia Internacional en Tailandia.