Cuando leemos lo que dice la Biblia sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —la Trinidad—, se vuelve evidente que Dios es más que una simple fuerza o energía. No se desentendió del universo después de crearlo, sino que se relaciona con Su creación. Eso está claro en la Biblia, tanto en los relatos del Antiguo Testamento como en todo el Nuevo Testamento; y particularmente en el caso de Jesús, la segunda persona de la Trinidad, que tomó forma humana y vivió en la Tierra, seguido del Espíritu Santo, que mora para siempre en los creyentes. Todo ello demuestra una relación continua entre Dios y Su creación[1].
¡Dios vive! Eso quiere decir que existe, sí, pero también mucho más. Él se relaciona con la humanidad y especialmente con los que lo aman y son Sus seguidores. La Biblia dice que Él vive para Su pueblo, y está presto a acudir en su auxilio, intervenir en su defensa y bendecirlo por amor a Su nombre[2].
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se le llama numerosas veces «el Dios vivo». Se le describe como un ser viviente que se relaciona con Su pueblo. En los Salmos, David escribió: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y me presentaré delante de Dios?»[3] En el libro de Jeremías dice: «El Señor es el Dios verdadero: Él es el Dios vivo y el Rey eterno»[4]. Y Simón Pedro respondió cuando se le preguntó quién es Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente»[5].
En 2 Corintios 3:3, se refirió a los seguidores como que son «carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo».La expresión «Dios vivo» se emplea para marcar un gran contraste entre Dios y los ídolos que con frecuencia se adoraban en la Antigüedad. Las palabras hebreas con las que se refiere el Antiguo Testamento a los ídolos significan inútil, sin valor, vano, carente o sin sustancia. Los ídolos no tienen vida, son simples imágenes hechas por los hombres, a diferencia del Dios vivo, que actúa y responde.
Al desafiar a los falsos profetas y sus ídolos, el profeta Isaías dejó clara la diferencia entre un Dios viviente, que lo sabe todo —el pasado, el presente y el futuro—, y los ídolos, que no saben nada:
Acérquense y anuncien lo que ha de suceder, y cómo fueron las cosas del pasado, para que las consideremos y conozcamos su desenlace. ¡Cuéntennos lo que está por venir! Digan qué nos depara el futuro; así sabremos que ustedes son dioses. Hagan algo, bueno o malo, para verlo y llenarnos de terror. ¡La verdad es que ustedes no son nada, y aun menos que nada son sus obras! ¡Abominable es quien los escoge![6]
El Dios vivo —el Ser Supremo que creó el universo y todo lo que hay en él, incluidos nosotros— merece nuestra lealtad, adoración, alabanza y amor, a diferencia de los ídolos inertes e inútiles.
La gracia de Dios
Si bien las tres personas del Dios vivo ─el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo─ tienen perfecta comunión entre Sí de acuerdo a Su naturaleza divina, Dios también intima con Sus criaturas y les demuestra Su amor. No tenemos ningún derecho a exigir Su atención, Sus bendiciones ni nada semejante. Es más, de no haberse revelado Dios a la humanidad, ni sabríamos que existe. El caso es que sí se nos reveló y que además se relaciona con los que creen en Él.
Siendo nosotros pecadores separados de Dios por el pecado, criaturas concebidas por nuestro Creador, nada hay que podamos hacer para merecernos Su amor, Sus bendiciones y la comunión con Él. Así y todo, Él se ha dignado concedernos esas cosas. Ese favor inmerecido se denomina la gracia de Dios. Él ha elegido libremente concedernos Su favor y Su amor, aunque somos indignos de esos dones, no tenemos derecho a ellos y de ninguna manera podemos ganárnoslos. Nos los otorga aunque no haya justificación para ello, aunque no los deseemos e incluso los rechacemos. Él optó por obsequiarnos Su amor, ya que por Su naturaleza y por Su misma esencia es benevolente. La gracia es un don inmerecido de parte de un Dios amoroso y benévolo.
El salmista expresó esta gracia: «Clemente es el Señor, y justo; sí, misericordioso es nuestro Dios»[7]; «Clemente y misericordioso es el Señor, lento para la ira y grande en misericordia»[8].
La muestra superlativa de la gracia de Dios es la salvación por medio de Jesús. Nadie puede ganarse o merecer la salvación. A causa del pecado estamos destinados al castigo; pero gracias al amor de Dios y a que Jesús accedió a hacerse hombre y morir por nuestros pecados, Dios nos ha dado el regalo de la salvación. Somos salvos por gracia. No nos merecemos la salvación ni somos dignos de ella. Nos la otorga el Dios magnánimo que nos ama y entregó a Su Hijo para la redención de la humanidad. «Solamente por gracia sois salvos mediante la fe en Cristo. No lo sois por vuestros propios merecimientos, sino tan solo como un don de Dios»[9].
La naturaleza y carácter de Dios son magnánimos, y Él otorga libremente Su gracia a la humanidad. ¡Qué extraordinariamente generoso es!
Conocer a Dios
Dios se ha dado a conocer a la humanidad por revelación general y por revelación especial, y es a través de Su Palabra como hemos llegado a entender la salvación que Él nos ofrece gratuitamente. Ahora bien, nosotros que somos cristianos podemos ampliar nuestro conocimiento de Él y de Sus caminos mediante la relación personal que tenemos con Él. El Espíritu Santo mora en nosotros[10]. Conocemos a Jesús y por lo tanto al Padre[11]. Como amamos a Jesús, el Padre nos ama, y Jesús se nos manifiesta[12]. Si bien la Biblia nos ha revelado a Dios, la salvación nos ha hecho hijos Suyos, lo cual nos da la oportunidad de conocerlo personalmente[13].
Hay ciertos aspectos de Su naturaleza, Su ser y Su personalidad de los que nosotros también participamos en una medida limitada, por nuestra condición de seres humanos creados a imagen de Dios; y otros aspectos en los que no es así. Por ejemplo, nosotros también podemos ser santos, misericordiosos y justos; asimismo podemos ser amorosos y considerados, y todas esas son cualidades que Dios tiene. No obstante, Dios es infinitamente santo, misericordioso y amoroso. No solo tiene esos atributos, sino que es esos atributos, sin limitaciones. Como fuimos creados a imagen de Él, podemos tener un mínimo de esas cualidades; Dios, sin embargo, las posee de forma inconmensurable. Muchos teólogos afirman que Dios es lo que hace. No solo ama: es amor. No solo es justo: es justicia, sabiduría, misericordia, etc.
Nunca llegaremos a comprender plenamente a Dios, pero sí podemos entender ciertas cosas de Él que nos ha revelado. Algunas las hemos aprendido en términos generales, por medio del mundo que nos rodea, Su creación. Otras hemos llegado a conocerlas de forma más expresa, a través del principal medio por el que se ha revelado a la humanidad: la Biblia. En sus páginas hay detalles sobre Dios que Él ha revelado a la humanidad, y lo que ha dicho de Sí mismo es cierto. Por otra parte, no nos lo ha dicho todo, de modo que nadie puede entenderlo a cabalidad. Mucho de lo que nos ha mostrado es misterioso y por ende difícil de comprender plenamente.
Ciertas facetas de Dios son misteriosas; en cualquier caso, lo que ha dicho por medio de Su creación y de Su Palabra es lo que ha revelado sobre Sí mismo a la humanidad. Esas revelaciones nos descubren muchas cosas de Él, y lo que aprendemos a través de ellas nos mueve a amarlo, alabarlo y confiar en Él.
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Notas al pie
[1] Cottrell, Jack: What the Bible Says About God the Creator, Wipf and Stock Publishers, Eugene, 1996.
[2] Josué 3:10.
[3] Salmo 42:2.
[4] Jeremías 10:10.
[5] Mateo 16:16.
[6] Isaías 41:22–24 NVI.
[7] Salmo 116:5.
[8] Salmo 145:8.
[9] Efesios 2:8 (CST)
[10] Juan 14:16-17.
[11] Juan 14:8-9.
[12] Juan 8:19.
[13] Juan 1:12.