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El verdadero amor

Shizuko
Japón

Como mi padre era luchador profesional de sumo, me crié en un ambiente muy estricto. Debido a circunstancias económicas, empecé a trabajar desde joven. Al independizarme de mis padres y empezar a vivir por mi cuenta disfruté enormemente de las nuevas libertades obtenidas. Me casé a los 21 años y al poco tiempo me encontré embarazada. Sin embargo, mi hijo no llegó a nacer. Esto me sumió en una honda depresión, de la que procuré refugiarme en el alcohol. Mi matrimonio se hizo añicos y terminamos por divorciarnos. Me volví a casar, pero otro embarazo fallido destruyó mis sueños y mi nuevo matrimonio. Aunque me sentía muy sola, tenía confianza en que saldría adelante por mi cuenta. Tenía un buen empleo y no le daba mayor importancia a los asuntos económicos. No obstante, el ambiente de la compañía en que trabajaba se volvió muy desagradable y a la larga renuncié a mi trabajo.

Al cabo de dos meses contraje una extraña y desconocida enfermedad. Manchas moradas se extendieron por la parte inferior del cuerpo, y aunque visitaba a un médico con regularidad, la enfermedad se extendió tanto que me hospitalizaron para someterme a más exámenes y tratamientos. Me sentía atormentada por la enfermedad y sobrecogida por el miedo y la soledad. Pasé días enteros llorando en la cama del hospital. Al cabo de un mes me dieron de alta, pero me recomendaron no volver a trabajar. Los efectos secundarios de la enfermedad me debilitaron físicamente, hasta el punto de que no lograba levantar una pierna y se me hacía difícil caminar. Me encontraba en un estado lamentable, tanto física como mentalmente.

A las dos semanas de salir del hospital, me tropecé y caí por unas escaleras. Al recobrar la conciencia, me encontré en una sala de urgencias donde me acababan de operar. Durante las semanas siguientes pasé penalidades, ya que no podía trabajar. Pero lo que más me entristeció fue que las personas a quienes consideraba mis amistades me fueron abandonando poco a poco. Ni siquiera podía comer por mi cuenta, mucho menos ir al baño. La desesperación, la soledad y el miedo del futuro me angustiaban. Pensé: «Ojalá me hubiera partido el cuello y hubiera muerto al caer por las escaleras. Así no tendría que pasar por esto. ¿Por qué tendré que aguantar algo así?»

Poco después, uno de los amigos que me quedaban me trajo unas lecturas de la Familia. En ese momento descubrí el verdadero amor. Un poema del libro Cada obstáculo, una oportunidad me conmovió en el alma.

Oré pidiendo fuerzas a fin de alcanzar grandeza;
recibí debilidad para aprender a obedecer.
Pedí salud para realizar obras mayores;
recibí flaqueza para poder hacer cosas mejores.
Pedí riquezas para ser feliz;
recibí pobreza para llegar a ser sabio.
Pedí poder para que me honrasen los hombres;
recibí impotencia para que sintiese necesidad de Dios.
Pedí tener de todo para gozar de la vida;
recibí vida para poder gozar de todo...
Nada de lo que pedí recibí y, sin embargo, obtuve todo lo que deseaba.
Casi a pesar de mí mismo recibí las peticiones secretas de mi corazón.
Me considero sumamente favorecido entre los hombres.
Escrito por un soldado desconocido que luchó durante la guerra de secesión norteamericana (1861-1865).

Empecé a estudiar la Biblia. Mientras más leía y profundizaba en el amor del Señor, más deseos sentía de transmitir Su amor a los demás. En una visita posterior al hospital, compartí cuarto con una señora de edad avanzada a la que le habían tenido que amputar una pierna. Hablé largo y tendido con ella y la animé tanto como pude. Aunque a aquella señora la trasladaron a un centro médico lejos de allí, continúe visitándola con frecuencia. La pierna todavía no se me había sanado del todo; apenas lograba cruzar la calle cojeando. ¡Pero me sentía feliz de que al menos tuviera dos piernas!

Con el tiempo se hizo necesario intervenirme otra vez. Fui a visitar a mi amiga para decirle que no podría visitarla por un tiempo. Ese día oró conmigo para invitar a Jesús a entrar en su vida. Al terminar la oración, se le iluminó el rostro mientras decía: «Voy a rogar por ti». Por el camino a casa ni me acordé del dolor que tenía en la pierna. Lloré de felicidad al pensar que yo -la misma de siempre- había ganado un alma para el Señor. Aquella señora pasó a mejor vida poco después. Sin embargo, para mí fue muy satisfactorio saber que no había desaprovechado la oportunidad de testificarle y conseguirle un lugar en el Cielo.

Todos los días pido al Señor que me llene el corazón de Su Espíritu Santo para dar buen testimonio de Él. Cuando me detengo a escucharlo y hago lo que me indica, Jesús me acompaña y obra a través de mí.