Vivía en San Petersburgo, Rusia, en la década de los noventa, una década de gran conmoción en el aquel gran país. Ejercía de misionero, como coordinador de programas de la Cruz Roja Internacional, trabajando en cárceles de hombres y jóvenes, cuyas edades oscilaban entre 14 y 18 años y que habían sido condenados a cumplir penas de dos a cuatro años.
Tenía un apartamento espacioso, en comparación con el tamaño normal de los apartamentos que hay en Rusia. Era del estilo de antes de la revolución y servía de base para que se hospedaran otros misioneros que iban o venían de Europa occidental. Era, pues, frecuente encontrarme en una de las cinco estaciones de tren recogiendo o despidiendo a alguien. Como había bastantes retrasos, pasaba el tiempo entregando folletos de evangelización a las masas de gente que allí se encontraban. A menudo me preguntaba de qué país serían tantas personas, las cuales hablaban una miríada de lenguas, aparte del ruso. Este fenómeno era normal, ya que bajo la antigua Unión Soviética muchos pueblos de las repúblicas limítrofes con China, India, Europa y la Cuenca del Pacífico se encontraban unidos política y lingüísticamente, siendo el ruso la lengua dominante.
Era fácil distribuir 400 ó 500 folletos en una hora, cantidad que llevaba en cada viaje a la estación.
Terminaba siempre orando por los que habían recibido los folletos, que entregaba con una sonrisa y un «Dios te bendiga» en ruso, confiando en que las semillas sembradas brindaran fruto a la hora dispuesta por Dios, tal y como Él promete.
Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra y la hace germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié (Isaías 55:10,11).
Detrás de cada folleto que distribuía había una dirección a la que la gente podía escribir para más información. Un día recibí una carta que decía:
Hace varias semanas, cuando estaba en la estación de San Petersburgo esperando el tren, un desconocido me entregó un papel y, en un gesto de buena educación, lo acepté. Iba de regreso a Tayikistán, el pueblo donde resido, en una zona rural. Era un viaje de ocho días. Al cabo de varias jornadas saqué el papel que me entregó aquel desconocido y lo leí. Se titulaba «Alguien te ama» y hablaba de Dios y del amor que Él tuvo para con nosotros enviándonos a Su Hijo Jesús. Al final del mensaje había una oración y la recé. Algo me ocurrió y recibí al precioso Jesús. Mi vida se llenó de gozo y me sentí dichoso y feliz. Cuando regresé a mi pueblo les conté a todos que había conocido al maravilloso Jesús. Mis amigos y mis familiares notaron el cambio que había experimentado y muchos de ellos oraron también. En poco tiempo la mitad del pueblo había recibido a Jesús. Ninguno de nosotros había oído hablar de Él. El papel mencionaba la Biblia. ¿Podrían enviarnos una Biblia y alguien que nos enseñe para poder conocer mejor al maravilloso Jesús, por favor?
Cuando recibí esta carta lloré de alegría al ver lo lejos que había llegado el mensaje y que un sencillo folleto hubiera tenido un alcance tan amplio.
Sin embargo, no me sorprendió. Hace años vivía otro hombre que, desilusionado y decepcionado debido a una serie de desaciertos en su vida, se había echado a la mala vida y se había vuelto egoísta, como el hijo pródigo de la Biblia. Terminó absolutamente sin nada, derrotado y sin ganas de vivir. Pero sucedió que un día alguien le envió un folleto cristiano por correo, alguien a quien no conocía, pero que se había enterado de sus problemas y quiso escribirle para animarlo, y le adjuntó un folleto en la carta.
El joven leyó el folleto y rezó una sencilla oración invitando a Jesús a entrar en su corazón y transformar su vida. Ocurrió algo maravilloso que lo cambió. Le sobrevino una sensación de amor, gozo y propósito en la vida que le abrió nuevos horizontes. Como narra la parábola del hijo pródigo, encontró el amor y el perdón del Padre, que lo recibió con los brazos abiertos. Lo sé porque yo soy ese hombre.
Desde entonces nunca he dudado del poder de un sencillo folleto, entregado con una sonrisa y una oración, para efectuar grandes cambios.